
La fiesta del bautismo de Jesús pone fin a las celebraciones de Navidad. Es una fiesta muy importante y los evangelios así lo resaltan. Juan Bautista está junto al río Jordán bautizando. Era un bautismo de penitencia, de reconocer los pecados, de purificación. Los israelitas estaban en expectación, es decir, con deseos de la llegada del Mesías. Se reconocían pecadores. Jesús deja Nazaret, deja su casa y se pone en la fila con estos hombres y mujeres, se identifica con los pecadores, aunque no tenía pecado. También Jesús quería un cambio, quería ya la llegada del Reino. Él no tiene reparo en juntarse con los pecadores, él cargará con los pecados de la humanidad. Recibe el bautismo de Juan, se humilla, se sumerge en el agua y recibe el Espíritu.
Se abren los cielos que el pecado de Adán había cerrado para el hombre. Se escuchan palabras nunca oídas: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”. Ahora es el Padre el que habla, el que anuncia. Ya no son los ángeles a los pastores de Belén, ni la estrella de los Magos de oriente. Ahora es el Padre el que habla y nos presenta a su Hijo amado. Dice san Lucas: “mientras oraba se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre”. En los momentos importantes en la vida de Jesús está presente la oración: el bautismo, la elección de los discípulos, la transfiguración, la oración del Padre Nuestro, en el huerto de los olivos y en la cruz. El cielo y la tierra se unen. Dios no nos abandona.
Esta fiesta del bautismo de Jesús nos lleva a nosotros a pensar en nuestro bautismo y sus consecuencias. Bautizarse es sumergirse en el misterio de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por el bautismo como sacramento nos sumergimos en la muerte y resurrección de Cristo. También en ese momento Dios nos ha dicho: tú eres mi hijo amado. Dios nos ha hecho sus hijos, nos ha dado el Espíritu Santo para vivir la vida divina. Hemos sido ungidos, hemos recibido la luz, para ser otros Cristos. Por medio del bautismo entramos a formar parte de la Iglesia que es Madre. No se puede separar a Dios Padre de la Iglesia madre. En el bautismo recibimos el título mayor que podemos recibir: HIJOS DE DIOS. Por consiguiente, ser cristiano, estar bautizado, significa estar abiertos al Espíritu, hacer las obras que agradan a Dios, vivir conscientes de su amor, de su misericordia, saber que no estamos solos, que formamos una comunidad de creyentes que llamamos iglesia, que somos hijos y, por consiguiente, hermanos. Ojalá todos los bautizados descubriéramos la gran dicha de ser hijos y de vivir según el Espíritu que se nos ha dado.
Fr. Jacinto Anaya, oar