Dos viudas generosas – Domingo XXXII del Tiempo Ordinario

Seguimos en el camino del discípulo, acompañando a Jesús y aprendiendo de él. Dejamos atrás las discusiones de Jesús con los escribas y fariseos: el tributo al César, el mandamiento más importante, etc. Hoy nos quiere enseñar Jesús con el ejemplo de dos viudas.

La primera es la viuda de Sarepta, y la otra es anónima, sin nombre ni procedencia. La viuda de la primera lectura ya no tiene nada. Un poco de harina y un poco de aceite para comer ella y su hijo y después morir. Pero, ante la petición del profeta y su confianza en la Palabra De Dios, se obró el milagro: no se acabó la harina, ni faltó el aceite en la alcuza.

La viuda del evangelio no se encuentra con ningún profeta, ni con Jesús. Ella llega al templo a dar su ofrenda, lo único que tiene, dos moneditas. Jesús la pone como ejemplo y quiere que los discípulos así lo entiendan: ella ha dado todo lo que tenía para vivir. Esta viuda del evangelio se convierte en modelo de discípulo. Jesús advierte sobre el comportamiento de los escribas. ¡Cuidado con ellos! Enumera sus defectos: aparentar, vestidos ostentosos, presunción, vanidad, codicia, hipocresía. Es todo lo contrario de lo que debe ser el discípulo. La viuda del templo pasa desapercibida. Sólo Jesús se da cuenta, porque sus ojos no miran las apariencias, sino el corazón. Esta es la mirada de Jesús.

Seguramente todos se admiraban de las limosnas generosas de los ricos, los aplaudían. Jesús quiere que el discípulo mire como él, no las apariencias, ni las riquezas, ni los primeros puestos, ni los ropajes llamativos, ni los honores y aplausos. Los ojos de Dios son diferentes a los nuestros. A nosotros nos llaman la atención las cosas grandes, la fama, la riqueza, el poder, miramos la lista de los más famosos, de los más ricos en el mundo. La viuda del evangelio pone en la alcancía todo lo que tenía para vivir.

El discípulo, el seguidor de Jesús, debe poner toda su vida al servicio de Dios y de los demás. Así nos decía el domingo pasado: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Dar a Dios no lo que nos sobra, sino toda nuestra vida. ¿Qué podemos dar? Podemos dar nuestra bondad, nuestra sonrisa, nuestro servicio, nuestra alegría, nuestra compasión, la amabilidad. Todo con la humildad y la sencillez de la viuda del evangelio. Pidamos al Señor que nos enseñe a mirar como mira él, que nos preste sus ojos para ver el corazón y no las apariencias. Feliz y bendecido domingo.

Fr. Jacinto Anaya, oar

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