
En el camino cuaresmal aparece hoy la parábola del hijo pródigo. Así la hemos llamado siempre, pero también podríamos hablar del padre misericordioso. Tres personajes: un padre y sus dos hijos. Uno de los hijos piensa que la vida que lleva en la casa del padre es una vida de rutina y que necesita vivir la libertad de hacer su proyecto de vida lejos de la casa. Quiere ser libre y disfrutar lejos del padre. El padre deja que su hijo decida, que descubra por sí solo la verdadera libertad. Por supuesto que le causa dolor, pero lo permite. Se lleva la herencia, se va lejos geográficamente, pero también lejos de sí mismo en su corazón y en su interior. Poco a poco descubre que esa libertad de hacer lo que uno quiere, de vivir la vida sin mandamientos, sin sentido, es un resbaladero hacia la nada, hacia el vacío. Pero recapacita, piensa en medio de su miseria y abandono en la casa que dejó, en la familia del padre. No sólo piensa, sino que se pone en camino, es decir, se levanta para volver.
Hay un encuentro gozoso, de fiesta, de alegría. Hay un abrazo del padre y un perdón para el hijo que reconoce ahora que donde mejor se está es en la casa del padre.
Aplicamos la parábola a nuestra vida. El hijo que se va quiere hacer su proyecto de vida lejos de Dios. Esta es la idea de muchos en el mundo: puedo vivir sin Dios, quiero hacer una vida sin Dios, no lo necesito. Es el pecado que, bajo apariencia de libertad, nos invita a construir la vida sin Dios. Cuando nos alejamos de Dios, de su proyecto, nos encontramos que nuestra vida es un fracaso, encontramos no libertad, sino esclavitud y miseria. Hay que recobrar la dignidad de hijos volviendo a la casa del padre, reconociendo el pecado y recibir el abrazo de acogida. Dios hace fiesta cuando volvemos. El otro hijo no se fue de casa, pero también debe volver a descubrir el amor del padre y la verdadera libertad que consiste en vivir con el Padre, con Dios.
Vuelve a casa, Dios espera siempre con la puerta abierta. Feliz domingo.
Fr. Jacinto Anaya, oar